De cuando mataron al Carlitos
Por Antonio De Marcelo
Me acuerdo que le conté la historia de mi amigo Carlos en la
barra de la cantina El Palacio, esa
donde comíamos casi del diario, un bar de los viejos, de esos donde no hay
ruido de grupos musicales ni rocola, solo mesas, meseros y tragos, muchos
tragos, todos lo que uno pudiera tomarse y pagar, por supuesto. Para llegar no
costaba mucho trabajo, como decía mi viejo director de la edición ¿Cuál es la
mejor cantina? Pues la más cercana. Esta cantina cumplía a la perfección
aquella máxima, estaba sólo atravesando avenida de Rosales, una que empieza por
la Alameda Central y continúa donde termina el Eje de Guerrero en los límites
de la colonia Guerrero y la Tabacalera, antes no sabía ese detalle, pero luego
de 25 años caminando por la misma zona uno empieza a reconocer cada detalle,
cada calle, cada comercio, a sus dueños y clientes, aunque eso de que Rosales
empieza en la Alameda me enteré mucho tiempo después en una de esas pláticas
banqueteras con mi amigo Raúl. El Palacio estaba bien cerca, lo malo de todo
era tener que atravesar Rosales, porque al ponerse el alto de avenida Guerrero
de inmediato dan vuelta los carros que vienen por la México Tacuba hacia
Reforma y, a veces, hay que correr y torear uno que otro taxista culero, cosa que
no nos importaba si de ir a echar trago se trataba, total sólo era cosa de
calcularle bien y en unos cuantos pasos estábamos del otro lado. Para ir a esa
cantina mi amigo se adelantaba siempre y desde ahí me mandaba un whatsapp
diciendo te espero con Jhon. Para el momento que les relato esta historia yo ya
casi no tomaba, me conformaba con entrar a esa cantina de puertas batientes
como en bar de pueblo, miraba hacia todos lados en un abierto escaneo, aunque
de sobra sabía que desde hacía mucho mis amigos habían migrado a diferentes
cantinas, otros mantenían lealtad al “Chapulín”, que es la cantina de a la
vuelta; y los más tampoco tomaban ya, fuera porque el bolsillo no lo permitía o
porque estábamos envejeciendo y el cuerpo empezaba a cobrar la factura con
gastritis, acido úrico, triglicéridos o diabetes.
Quizá por eso, para mí tan sólo entrar me producía aún un
estado de éxtasis.
Cuando llegaba mi a migo estaba en la barra, le gustaba tomar
de pie, dialogar con el cantinero y comer en esa barra de madera color negro, que había visto tanto borracho, y cuyos mejores tiempos eran cosa del pasado,
ahora sus gastados bordes dejaban ver ralladuras, despostillados y rayones, lo
que no importaba, al contrario, le daba ese aire de historia de bohemios o
simples aficionados que pasaron por ese lugar de dipsómanos errantes. Ahí, del
otro lado, estaba Jhon en su pequeño reino y desde dónde podía ver la cantina
completa. Fue así que un día me salió la historia de mi amigo Carlos, un
compa con el que crecí allá en el barrio de Ecatepec, con él corrí por los
llanos salitrosos de la Sosa Texcoco, por las vías de Santa Clara y nos
montamos a los camiones de la Jumex para robarnos la fruta, nadamos en los
charcos que entonces eran verdaderos lagos y ya, más adolescentes, fumamos mota
en el basurero. Así se hizo la amista, ser amigos para siempre y se hubiera
cumplido la promesa que hicimos aquella tarde en el basurero, de no ser porque
el destino ya estaba escrito. Fui yo el primero en romper la cotidianeidad de
la vida cuando descubrí el sexo bajo las faldas y la blusa de Bety, allá atrás del
Centro de Salud. Me acuerdo que ella no
quería, pero tan pronto me le tallé con todo el cuerpo que empezó a respirar
sin compás mientras mis manos se perdían bajo su falda tratando de recorrerla
toda, toda hasta que sin querer supe lo que era venirse. Fue mi perdición
porque a partir de entonces mis tardes, mis noches y mis regresos de los bailes
tenían el colofón de la piel de Bety, sus palabras de amor y su exigencia de que
nos fuéramos a otro lado, como dice la canción “donde nadie nos juzgue, donde
nadie nos diga que hacemos mal”. Y mientras yo experimentaba mi nueva vida, mi
amigo se fue por el mal camino y sendero que lo llevó al final de su vida. No
se me olvida, era un viernes, ya me preparaba para partir a la casa de Bety
cuando escuché ese ruido seco de los cohetes de septiembre. Casi no lo tomé en
cuenta, hasta que alguien pasó corriendo por la calle gritando el nombre de
Carlos, por lo que extrañado salí a ver que pasaba, ya sólo la alcance a ver
dar la vuelta a la calle y mucha gente caminar hacia esa dirección, así que me
puse la playera y fui a ver por qué tanto alboroto. La muchedumbre no me dejaba
ver, pero ya mi corazón palpitaba a mil y casi me desmayó cuando alcance a ver
el hilillo de sangre que corría por la banqueta, el corazón se me hizo añicos,
se me quitaron las ganas de coger y sólo quería que no fuera cierto lo que
estaba imaginando; pero era tanta la gente que había en ese espacio que no
podía ver que causaba tanto alboroto, fue hasta que a codazos pude llegar al
centro de aquel grupo de mirones únicamente para quedarme petrificado, en el suelo
yacía el cuerpo de un desconocido y más allá el de un chiquillo. Fue una señora
chismosa la que me contó en tres oraciones es que el señor atropelló al niño Carlitos,
llegó su papá y mató al conductor. Mi amigo Carlos también se murió, pero eso
paso mucho tiempo después, allá por Tijuana y ni supe cómo; tal vez la vida de
ladrón le cobró todo una tarde de verano. En la barra mi limonada siempre está
y quizá uno de estos días le cuente a mi amigo de aquella vez cuando la mamá de
Rosalía nos descubrió en el lavadero y lo único que atine a hacer fue pisar sus
calzones y taparme con la camisa para que no los viera.
México agosto 2016.
Gracias Hortensia Morales por las correcciones, y siempre mi agradecimiento por ser mí víctima lectora en algunos relatos que no puedo contener en la cabeza.
Sígueme en twitter: @Antoniodemarcel
Gracias Hortensia Morales por las correcciones, y siempre mi agradecimiento por ser mí víctima lectora en algunos relatos que no puedo contener en la cabeza.
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1 comentario:
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