miércoles, 10 de octubre de 2012


Cada miércoles
Por: Antonio De Marcelo Esquivel

Me senté en el borde de la cama para mirarla mejor mientras estiraba sus piernas y brazos, como esas mañanas cuando recién ha despertado uno, y requiere que los músculos se tensen un poco, luego volvió a ese pose tan suyo que la hacía tan reconocible a mis ojos. Tal vez por eso la recorrí con la mirada una vez más mientras ella tomaba su blusa y se cubría los senos ya menos tensos que al principio. 

Entonces me hundí en sus ojos verdes y me perdí por completo. 

Hubiera querido hacerle el amor una vez más, pero dude un poco y simplemente me quede en el borde de la cama pasando el dorso de mi manos desde sus piernas hasta los pies. Era como una de esas, mis locas ceremonias post amatorias que tanto molestan a algunas, no a ella, que sonreía mientras se dejaba tocar poco a poco, sin siquiera moverse un milímetro, mirándome desde ese sitio que la hacía ser como una reina que ordena únicamente con la mirada. No se cuánto tiempo pase mis manos por sus piernas recorriendo el mismo camino una y otra vez, primero con el dorso de la mano y luego con la palma extendiendo los dedos casi como sí solo deseara sentir su energía que manaba como una fuente, poderosa como el sol y al mismo tiempo tierna como una noche de luna, un par de manos que hurgaban en su piel, primero las piernas, luego el vientre hasta llegar a sus senos que ahora se erguían como deseando alcanza el cielo, y que se ofrecían a mí, que sediento los deseaba sin dejar se mirar esos ojos verdes de los que no podría salir aunque quisiera. 

Entonces los tomé sin miramiento, sin reserva y sin siquiera mirarlos, con mis labios que escurrían besos y palabras de amor, ya no las palabras soeces que momentos antes habría preferido a su espalda, ni las caricias locas y atropelladas que nos enardecieron; ahora era lento en cada moviendo, en cada palabra pensada directa y sopesada, dicha a medias puesto que no es posible abrevar de ella y al mismo tiempo decir un te amo. 

Y me hubiera quedado ahí un millón de años alimentando mis sueños, regando mis besos prodigando mis caricias, pero el reloj no se detienen y del tiempo y espacio somos esclavos, así que lleve mis labios a los suyos, y deje que mis sentidos la tomaran a placer, primero mis ojos, luego mi boca y después mis manos que una vez más recorrieron su espalda en tanto que mis oídos reclamaban sus palabras, exigentes de amor, ahora menos procaces y más amables, menos calientes que momentos antes y más con sabor a te amo. 

Una vez más penetre sus pensamientos y fue mía y fui suyo, y deje mi simiente en su ser mientras gritaba, ya no bufando como bestia herida, ahora lento acompasado en movimientos circulares sin embestir, más bien dejando que su cuerpo adquiriera su propio ritmo entre espasmo y espasmo, que finalmente quizá sería la última vez que esas cuatro padres nos darían cobijo, en este amor prohibido que nos dañaba tanto y nos hacia suyos cada miércoles por la tarde.