viernes, 12 de agosto de 2016

hehehehe que creían que había desaparecido, pues no, aquí me tienen de nuevo con las confesiones de este marrano


De cuando mataron al Carlitos


Por Antonio De Marcelo
Me acuerdo que le conté la historia de mi amigo Carlos en la barra de la cantina El Palacio, esa donde comíamos casi del diario, un bar de los viejos, de esos donde no hay ruido de grupos musicales ni rocola, solo mesas, meseros y tragos, muchos tragos, todos lo que uno pudiera tomarse y pagar, por supuesto. Para llegar no costaba mucho trabajo, como decía mi viejo director de la edición ¿Cuál es la mejor cantina? Pues la más cercana. Esta cantina cumplía a la perfección aquella máxima, estaba sólo atravesando avenida de Rosales, una que empieza por la Alameda Central y continúa donde termina el Eje de Guerrero en los límites de la colonia Guerrero y la Tabacalera, antes no sabía ese detalle, pero luego de 25 años caminando por la misma zona uno empieza a reconocer cada detalle, cada calle, cada comercio, a sus dueños y clientes, aunque eso de que Rosales empieza en la Alameda me enteré mucho tiempo después en una de esas pláticas banqueteras con mi amigo Raúl. El Palacio estaba bien cerca, lo malo de todo era tener que atravesar Rosales, porque al ponerse el alto de avenida Guerrero de inmediato dan vuelta los carros que vienen por la México Tacuba hacia Reforma y, a veces, hay que correr y torear uno que otro taxista culero, cosa que no nos importaba si de ir a echar trago se trataba, total sólo era cosa de calcularle bien y en unos cuantos pasos estábamos del otro lado. Para ir a esa cantina mi amigo se adelantaba siempre y desde ahí me mandaba un whatsapp diciendo te espero con Jhon. Para el momento que les relato esta historia yo ya casi no tomaba, me conformaba con entrar a esa cantina de puertas batientes como en bar de pueblo, miraba hacia todos lados en un abierto escaneo, aunque de sobra sabía que desde hacía mucho mis amigos habían migrado a diferentes cantinas, otros mantenían lealtad al “Chapulín”, que es la cantina de a la vuelta; y los más tampoco tomaban ya, fuera porque el bolsillo no lo permitía o porque estábamos envejeciendo y el cuerpo empezaba a cobrar la factura con gastritis, acido úrico, triglicéridos o diabetes.
Quizá por eso, para mí tan sólo entrar me producía aún un estado de éxtasis.
Cuando llegaba mi a migo estaba en la barra, le gustaba tomar de pie, dialogar con el cantinero y comer en esa barra de madera color negro, que había visto tanto borracho, y cuyos mejores tiempos eran cosa del pasado, ahora sus gastados bordes dejaban ver ralladuras, despostillados y rayones, lo que no importaba, al contrario, le daba ese aire de historia de bohemios o simples aficionados que pasaron por ese lugar de dipsómanos errantes. Ahí, del otro lado, estaba Jhon en su pequeño reino y desde dónde podía ver la cantina completa. Fue así que un día me salió la historia de mi amigo Carlos, un compa con el que crecí allá en el barrio de Ecatepec, con él corrí por los llanos salitrosos de la Sosa Texcoco, por las vías de Santa Clara y nos montamos a los camiones de la Jumex para robarnos la fruta, nadamos en los charcos que entonces eran verdaderos lagos y ya, más adolescentes, fumamos mota en el basurero. Así se hizo la amista, ser amigos para siempre y se hubiera cumplido la promesa que hicimos aquella tarde en el basurero, de no ser porque el destino ya estaba escrito. Fui yo el primero en romper la cotidianeidad de la vida cuando descubrí el sexo bajo las faldas y la blusa de Bety, allá atrás del Centro de Salud.  Me acuerdo que ella no quería, pero tan pronto me le tallé con todo el cuerpo que empezó a respirar sin compás mientras mis manos se perdían bajo su falda tratando de recorrerla toda, toda hasta que sin querer supe lo que era venirse. Fue mi perdición porque a partir de entonces mis tardes, mis noches y mis regresos de los bailes tenían el colofón de la piel de Bety, sus palabras de amor y su exigencia de que nos fuéramos a otro lado, como dice la canción “donde nadie nos juzgue, donde nadie nos diga que hacemos mal”. Y mientras yo experimentaba mi nueva vida, mi amigo se fue por el mal camino y sendero que lo llevó al final de su vida. No se me olvida, era un viernes, ya me preparaba para partir a la casa de Bety cuando escuché ese ruido seco de los cohetes de septiembre. Casi no lo tomé en cuenta, hasta que alguien pasó corriendo por la calle gritando el nombre de Carlos, por lo que extrañado salí a ver que pasaba, ya sólo la alcance a ver dar la vuelta a la calle y mucha gente caminar hacia esa dirección, así que me puse la playera y fui a ver por qué tanto alboroto. La muchedumbre no me dejaba ver, pero ya mi corazón palpitaba a mil y casi me desmayó cuando alcance a ver el hilillo de sangre que corría por la banqueta, el corazón se me hizo añicos, se me quitaron las ganas de coger y sólo quería que no fuera cierto lo que estaba imaginando; pero era tanta la gente que había en ese espacio que no podía ver que causaba tanto alboroto, fue hasta que a codazos pude llegar al centro de aquel grupo de mirones únicamente para quedarme petrificado, en el suelo yacía el cuerpo de un desconocido y más allá el de un chiquillo. Fue una señora chismosa la que me contó en tres oraciones es que el señor atropelló al niño Carlitos, llegó su papá y mató al conductor. Mi amigo Carlos también se murió, pero eso paso mucho tiempo después, allá por Tijuana y ni supe cómo; tal vez la vida de ladrón le cobró todo una tarde de verano. En la barra mi limonada siempre está y quizá uno de estos días le cuente a mi amigo de aquella vez cuando la mamá de Rosalía nos descubrió en el lavadero y lo único que atine a hacer fue pisar sus calzones y taparme con la camisa para que no los viera.

México agosto 2016.
Gracias Hortensia Morales por las correcciones, y siempre mi agradecimiento por ser mí víctima lectora en algunos relatos que no puedo contener en la cabeza.

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