Por Antonio De Marcelo Esquivel
Al pasar los años uno se acostumbra a las teclas del ordenador,
deja de aporrearlas con aquella enjundia con que penetraba cada tipo de los
olivetti verdes o las remington negras cargadas con cuartillas de papel
revolución y hojas carbón, ya saben, copia para el director, jefe de redacción
y la mesa.
Eso sí, no se olvida esas tardes en que al fragor de las máquinas
se hacía el diario entre cafés y cocacola.
La vieja redacción con piso de linóleum gastado de tantos zapatos
de reporteros y fotógrafos que torta en mano compartieron hazañas.
Uno empieza por moderar los dedos, llevarlos como en concierto de
violín, no para aporrear nada, más bien para acariciar el teclado en suaves notas,
como a una mujer, poco a poco y sin prisa; no por ello con menos corazón, quizá
si con la calma que exige poner el corazón poco a poco entre las letras,
escribir con el alma, arrastrar la historia más allá del papel.
Yo, no había notado esto hasta que escuchando un solo de violín
caí cuenta de la calma con la que presionaba cada letra una a una con ese ritmo
que requiere verter la nota hasta hacerla un concierto.
Puede ser que haya sido mi revelación, no sé, pero a mí llegaron
los recuerdos de aquellas tardes cuando le pedía a mi amigo Rubén me dictara
cables para agilizar los dedos y viceversa sobre aquellas máquinas Olivetti donde
dejamos los dedos muchas tardes, hasta que encontramos el ritmo necesario para
escuchar y al mismo tiempo escribir.
No tengo idea si es el llanto del violín o mis recuerdos de más de
dos décadas, lo que me hacen un nudo en la garganta, un nudo al rememorar aquel
joven flaco y hambriento que solo quería ser un reportero de policía, aporrear
al teclado en esas tardes, ser parte de ese concierto de máquinas de escribir.
México D.F. a 6 junio de 2014
@Antoniodemarcel